Por Donald Wilhelm
En 1940, los aviadores de la RAF de Inglaterra, luchando contra una aviación enemiga diez veces mayor, infligieron a Hitler la primera derrota que éste sufrió en la guerra.
Habiendo fracasado en su intentona de aniquilar la RAF y destruír sus aeródromos en ataques diurnos, Hitler empezó a bombardear de noche las ciudades inglesas. Pero los pocos de que habló Churchill en una frase inmortal, acorralados entre el cielo y las escuadrillas invasoras, conseguían descubrir en la oscuridad los enormes aviones negros de los nazis, fuese cual fuese la altura a que volaran, con suficiente anticipación para interceptar, con algunos de los escasos aviones que Inglaterra tenía dispersos en varias partes, a los atacantes, por dondequiera que viniesen. Los ingleses destruyeron tantos aviones alemanes, que Hitler tuvo que darse por vencido.
Los agentes secretos nazis hicieron lo indecible por descubrir qué medios empleaban los ingleses para lograr resultados tan sorprendentes. A decir verdad, desde 1935, cuando ellos y cualquier extranjero podían recorrer libremente toda Inglaterra, les hubiera sido fácil averiguarlo: habría bastado que se asomaran, cierta helada mañana de principios de marzo, a un lugarejo de las inmediaciones de Daventry.
Había allí, a la orilla del camino, un camión viejo y maltrecho; y arriba, en el aire, un avión de la RAF que parecia estar jugando al escondite, según la frecuencia con que asomaba y volvía a ocultarse. Estaban en el camión dos muchachas, ayudantes de laboratorio, y tan capaces de guardar un secreto como el más reservado de los hombres; un escocés rechoncho, de cuarenta y tres años de edad y ojos negros, que brillaban detrás de los cristales de las gafas; y varios técnicos y hombres de ciencia.
El escocés era Robert Alexander Watson Watt (hoy Sir Robert Watt) fisico, inventor y meteorologista. Todos miraban con ansiosa atención unos instrumentos, cuya tosquedad revelaba a la legua que habían sido hechos a la carrera. Al fin levantaron la vista de los instrumentos, se miraron y prorrumpieron en exclamaciones de júbilo y sorpresa. ¡El experimento había tenido buen éxito!
Aquellos nuevos instrumentos, a pesar de su tosquedad, indicaban la presencia de todo acroplano que se acercase, y seguían sus movimientos, apuntando constantemente hacia él, como aguja atraída por un móvil imán.
Tal fué el origen de la más eficaz de las “armas secretas” de la presente guerra, el rádar o radiodetector, gracias a la cual quedaron invictos los ingleses en la batalla de la Gran Bretaña. Aunque los Estados Unidos tenían ya bastante adelantada la construcción de un radiodetector, nada se sabía de esto en Inglaterra. No había aún canje de secretos militares entre las dos naciones.